Banal, la persistencia deudora de lo impresentable/ Muestra de Carlos Silva en República 760, Limache
Hay ruinas, las hemos habitado y hasta las hemos puesto en valor. Hay ciudades ruinosas, solemos vivir en ellas y padecer una urbanidad precaria, y hemos tenido la astucia de hacer proyectos de arte con eso, pero además hay micro ruinas o fracasos urbano domésticos de mucha presencialidad y visibilidad en el rango de la legitimidad social, en donde es fundamental el simulacro y la especulación con los objetos. Hemos hecho de la precariedad un trabajo y hemos sentido una tendencia irremediable con lo no terminado o con los procesos que quedan a medio camino en su elaboración o la fascinación por el deterioro y por los arreglos de baja intensidad que posibilitan una funcionalidad crítica de la objetualidad doméstica.
Aquí no hay memoria monumental ni nada que se le parezca, y el artista que hace este montaje o esta composición, lo sabe, es decir, tiene conciencia de que lo ruinoso y lo descompuesto es parte del negocio, que es algo que todas nuestras mamás han lamentando, porque ellas sí han luchado por las formas legítimas y válidas de lo bien hecho, pero que el registro fatal de lo doméstico hace fracasar.
En este contexto, el trabajo de Carlos Silva contrasta con la especulación patrimonialista urbana de algún sector académico cultural, que funciona como un nicho para mover recursos. Quizás esta movida viene de la memoria salitrera u otro momento de acumulación de riqueza, y que suele priorizar decaídas construcciones oligarcas, simulando patéticamente la monumentalidad europea. Frente a esa pretensión tercermunidista y omnipotente, tenemos el quiebre de la voluntad de deterioro del sujeto local que evita el gasto de representación.
Lo demás suele ser el abandono a cargo de los municipios, también es posible generar relato documental para justificar administración y recursos para especular culturalmente. Esta conciencia de ruina, por otro lado, se instala en el detalle o en lo que en la contru se llama terminaciones (malas terminaciones), cercana a la noción de “suple”.
La mediación es la fotito de lo impresentable o casi invisible, convertida en sistema, en un muro digital que funciona como una conciencia sucia o archivo de la antirrepresentación.
El trabajo, entonces, es una reflexión o parte de una investigación de las posibilidades del arte como instrumento indagativo.
La actitud del autor-artista-pintor, del narrador, si se quiere, sin el capital previo de la paleta colorística y el pincelismo, y que sólo le hace al arte regido por una metodología de observación oblicua o incluso de reojo, atento a un pantone degradado o guía de colores reventados o descalzados de sus códigos de origen. Entonces, sobre la marcha, recupera o captura a golpes de cámara obsesiva, más que de “cámara lúcida”, los quiebres de la continuidad, ya sea de la vida habitual de los objetos, sometidos a la locación impropia en que se los ubica o terminan situados en espacios inverosímiles por la barbarie de una urbanidad socavada o por la dictadura de lo doméstico no estatutario, o por la irrupción de lo inesperado, simplemente.
Hay una especie de lucha contra “lo lindo” que es el fantasma que acecha a la estética del sentido común que siempre nos constituye y que en algún punto nos termina alcanzando. Puede que esta captura de lo impresentable pueda funcionar como una venganza contra esa dictadura de alguna verdad patuleca que al fin y al cabo nos constituye. Y el sujeto autoral intenta sacarse los pillos saturando el paño imaginario que ofertan los objetos tirados frente al sistema perceptivo, obligado a recogerlos por una especie de ética de hacerle lugar a lo que no lo tiene, lo que produce esa herida pustular que revienta irremediablemente y mancha con su materia viscosa los espacios de la visibilidad.
La captura que hace este ojo archivista es un dedo en la llaga del presente continuo o de lo provisorio, o del lo maltrecho, primo hermano del “trabajo mal hecho” o del deterioro que necesariamente provoca, ya sea la cultura del “suple”, del arreglo no definitivo que se hace permanente, o esas zonas fatales que dejan los espacios sedimentarios. El artista ha sido tributario de esa cultura del “maestro chasquilla”, como actitud crítica, que patentó “el suple” o el arreglo sin estatuto profesional, pero también está la crisis de una urbanidad que no se la puede con los objetos sin protocolo que produce.
Por otra parte, está la actitud narrativa de lo “maldadoso” al asumir la micro barbarie de la grieta, de la muralla descascarada, de los colores degradados por el sol inclemente, la malla Raschell horadada, el enchufe colgando de un alambre, en fin, las catástrofes del malestar cotidiano.
Son anécdotas gráficas que arman acontecimiento o, al menos, una hilera de acciones dramáticas de un mundo de objetos discontinuos o en estado de discontinuidad, que ningún sujeto es capaz de administrar en su brutal decaimiento urbano doméstico. Quizás se trate de objetos que dan pena en su poca efervescencia a nivel de diseño, algo así como un no glamour hecho sistema.
La misma fotografía, que es el germen de la muestra, en su estatuto “artístico técnico” es descompuesto o sometido a otro estado, a veces de registro o testimonio, o simple estrategia medialógica. Tampoco la muestra tiene ese humanismo tradicional a que nos somete la estética fotográfica tradicional, en que se hace “bello” lo feo o transforma lo trágico en emotivo o se le da una posibilidad salvífica a lo retratado, no, por ningún motivo. No, aquí hay una fotito en su mala disposición, en un cierto estado de fracaso perpetuo, y de ahí viene su eficacia plástica. Ir en contra del sentido común de la imagen fotográfica digital y la otra.
Hay un trabajo de mediación que parte en una red de exhibición digital, Instagram, a partir de esa comparecencia se produce un desplazamiento a un espacio galerístico, a República 760 en Limache, en donde por la vía de la impresión en un formato papel elemental o rasca adquieren una presencialidad rotunda, con un resultado protocolar y galerístico en términos de artes visuales, es decir, una exposición o algo muy parecido, ya que toman la forma del cuadro colgado o pegado en el muro de un espacio galerístico improvisado, pero que tienen toda la dignidad de un lugar de trabajo.
Esta muestra del persistente y pertinente Carlos Silva hace que las respuestas y preguntas del arte hoy día, se jueguen en el área doméstica, es decir, en esa zona en donde el sujeto debe administrar, patéticamente, la profusión de objetos y la crisis de su emplazamiento.
Y esto haciendo el giro complejo desde la nube a un lugar al margen. Simplemente es un trabajo necesario.